El pasado 13 de marzo fui voluntario para ser testigo electoral en las elecciones del órgano legislativo en Colombia, en las cuales se elegían Senadores y Representantes a la Cámara, en mi caso, para el departamento de Caldas. Debido al tiempo que estuve allí (la totalidad de la jornada electoral), tuve tiempo de conversar con diferentes testigos electorales de diversos partidos políticos, de ver el vaivén de las personas en las urnas y de, finalmente, cumplir la labor de vigilar el proceso de conteo de votos, además de acercarme a los jurados de la mesa que acompañaba, en el marco de lo permitido por la Ley. Después de todo esto, un hecho fue dolorosamente evidente: ¡La ignorancia sobre cómo funciona nuestro país!
Esta conclusión, por supuesto, no era enteramente nueva para mí, pues siempre he sido consciente de que la gran mayoría de personas no se interesa por cómo se maneja su país -salvo unas pocas excepciones- y que la educación sobre la estructura del Estado, la participación ciudadana, los procesos electorales y en general sobre lo público no resulta en algo de amplia difusión. Sin embargo, ver jurados que parecían no comprender los procesos básicos de un conteo de votos, testigos pagos que no conocían el nombre del político al que estaban acompañando ni de donde provenía el dinero para darles sus almuerzos, camisetas y honorarios por su jornada (algunos que no habían ejercido el derecho al voto durante toda su vida), y votantes que desconocían qué estaban haciendo al acercarse a las mesas. Fue un nivel de ignorancia que no había presenciado antes. Teniendo en cuenta que nuestro país posee una de las constituciones más modernas del mundo, además de inclusión de derechos y prerrogativas que pueden resultar fascinantes desde el punto de vista de las garantías, con lo presenciado comprendí el porqué de las falencias en su aplicación. La ciudadanía considera que lo público no les compete, que no les afecta; que simplemente todo ha estado y estará mal; y que no hay nada que ni ellos ni nadie pueda hacer al respecto.
Todo lo anterior, explica la tan sonada de frase de “todos los políticos son iguales”, pues para estas personas su único contacto con los representantes que eligen, e incluso con toda la estructura democrática del Estado, es únicamente durante los procesos electorales; en los cuales las propuestas de los candidatos resultan ser sólo un aspecto que definirá el voto; pues se encuentran también los ofrecimientos de dinero, favores, oportunidades laborales o cualquier otra prerrogativa a cambio de su elección.
Para hacer aún más evidente lo que aquí afirmo, me permitiré contar algunas de las anécdotas vividas, manteniendo a las personas y sus partidos en el anonimato. Comenzaré con una de las testigos electorales que se encontraba asignada en la misma mesa que yo.
Después de conversaciones casuales, con verdadera duda, mi compañera indagó: ¿de dónde sacará gente plata para esto?, refiriéndose a su contraprestación como testigo. A lo cual respondí que normalmente una empresa o algún grupo económico realizaba “donación” a la campaña de un candidato en particular que compartiese o sus ideas- o, en más ocasiones de las que se debería, con el fin de que una vez fuese elegido, el nuevo congresista o senador pudiera “colaborarle” al grupo que impulsó su campaña con un contrato Estatal o cualquier tipo contraprestación de que pudiese “recuperar” su desinteresada contribución-.
Pude ver el cambio en el rostro de mi compañera a uno de verdadera sorpresa, al enterarse que las camisetas, almuerzos, refrigerios y pagos dados a ella y a su círculo familiar y social que apoyó a determinado candidato, no provenían (exclusivamente) de donaciones, sino que se veía involucrado un proceso directo de corrupción, del cual (sin saberlo) ella terminó por hacer parte.
La conversación continúo. Mi compañera comentó que su amiga, quien había sido convencida por ella de ser testigo electoral de su candidato para ganar algo de dinero, no conocía la sede donde estaba inscrito su documento para votar. Este desconocimiento llamó particularmente mi atención por dos situaciones: la primera es que a sus más de 50 años jamás había ejercido su derecho al voto, la segunda fue su evidente angustia pues, en sus palabras, sin el certificado electoral no le sería reconocido su día trabajo como testigo
Después de ayudar a definir su lugar de votación, que resultó ser al otro lado de la ciudad, afirmó que votaría por la candidata que le había pagado (cuyo nombre no recordaba) para la cámara de representantes. Curioso, indagué sobre su opción para el senado, y en un tono entre ignorancia e inocencia, respondió: “por el que sea que se hable con ella”, haciendo referencia a quien la empleaba.
Lastimosamente, no puedo decir que el caso de esos dos testigos resultaba aislado. Parecía que ese era el conocimiento de la mayoría de testigos electorales: tomar fotografías del formulario final de votos de cada mesa (el cual incluso desconocían), llenar un formato dado por su candidato con los resultados del escrutinio y, finalmente, recibir el dinero. El desconocimiento de las funciones de Senado y cámara y del origen de los dineros de sus campañas resultaba alarmante, pero más aún lo era el total desconocimiento del sentido que tenía su voto, situación que fue igualmente evidenciada con un sufragante que se presentó cinco minutos ates de dar cierre a la jornada. Esta persona se acercó a la Mesa de votación y, ante la pregunta del jurado sobre si quería votar por el Senado Nacional o la jurisdicción indígena, respondió, en tono molesto, “¡Deme el que sea!” sin solicitar ninguno de los demás tarjetones disponibles, ansiando únicamente el certificado electoral.
Finalmente, los jurados (que en la mesa que me correspondió se caracterizaron por su cordialidad y transparencia en el trato con la gente) se vieron desconcertados a la hora de cerrar la jornada y comenzar el escrutinio. Sus dudas se relacionaban desde el conteo de votos por partido y candidato, hasta los formularios que fueron aportados por la Registraduría. Si bien esta información sobrepasa lo que cualquier institución puede enseñar sobre procesos democráticos, terminaron por demostrar que la capacitación de los jurados fue de poca o nula efectividad.
En algunas universidades estatales de Colombia, existe una cátedra llamada “constitución política colombiana” que, si bien es obligatoria para todos los estudiantes, la mayoría de estos la considera como un “relleno” (expresión para denotar la poca importancia de una materia en la carrera). La cursé al igual que mis demás compañeros y, aunque los contenidos podían variar según el docente, se nos enseñó sobre la estructura básica del Estado, los derechos fundamentales y algunos mecanismos de participación.
A pesar de mi gusto por la temática, en aquella época jamás pensé que los contenidos de la materia tuvieran que aplicarlos en un contexto real. Poco después, tuve que acudir al derecho de petición y a las acciones de tutela para lograr que mi núcleo familiar pudiese acceder a servicios básicos de salud (situación repetitiva debido a las fallas de las entidades a las cuales me dirigía).
Posteriormente, al adentrarme en el tema de las Políticas públicas, conocí con más detalle las luchas de los líderes comunitarios para reclamar los derechos de sus comunidades y velar por el bienestar de sus territorios; con ello, evidencié la necesidad de que los mismos pudiesen apropiarse de los mecanismos de participación ciudadana que dispone la Ley. De esta experiencia, que compartí con otras personas igualmente interesadas en el ámbito de las políticas públicas, aprendimos que la formación en estructura del Estado y participación resultaba vital para los territorios que se caracterizan por una casi total ausencia del Estado, territorios en donde sus habitantes se ven obligados hacer uso de estos mecanismos para exigir el cumplimiento de las labores obligatorias y básicas de las diferentes instituciones. Sin embargo, la experiencia vivida el pasado 13 de marzo, fue la muestra de estos conocimientos resultan imperiosos para todos y cada uno de los ciudadanos de nuestro país, los cuales, a pesar de residir en zonas donde el Estado se encuentra más presente y en un grado de cumplimiento mayor a sus obligaciones, se ven enfrentados a una vulneración constante de sus derechos. Esto en tanto, como lo mencioné anteriormente, tendemos a ver a las instituciones como ajenas, lejanas a pesar de su cercanía física, totalmente fuera de nuestro control y, muchas veces, en contra nuestra.
Es entonces esta ignorancia sobre nuestros propios derechos (y nuestra propia realidad) uno de los impedimentos para construir sociedad. Desconocemos y consideramos que no podemos pedir resultados a quienes elegimos para representarnos o a las instituciones que tienen por objeto servirnos como su fin esencial. Normalizamos que nuestros representantes velen por sus propios intereses y no por los de la gente que representan y, particularmente, desconocemos el poder que tenemos como ciudadanos para controlar y exigir el verdadero cumplimiento de sus funciones.
Dicen que una democracia es tan fuerte como el conocimiento de sus ciudadanos. En el caso de Colombia, nuestra democracia es peligrosamente débil, y por esto ha sido tan fácil manipularla, cohesionarla y, en general, anularla.
Luis Ávila
Líder de Desarrollo Territorial
Mímesis Think Tank
Corrección de estilo:
CMBC
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